Entrevista a Julien Coupat, uno de lxs 9 de Tarnac


El 26 de mayo, el diario francés Le Monde publicó una entrevista con Julien Coupat, quien ha sido designado como chivo expiatorio de la política antiterrorista del Estado francés, al ser detenido con sus compañerxs el 11 de noviembre de 2008 y acusadxs de «asociación de malechores con vocación terrorista» y varios cargos más igualmente inverosímiles.

El proceso que se sigue a Julien Coupat ha resultado especialmente amañado pues el fiscal antiterrorista, en complicidad con los jueces, se empeñó durante 6 meses en mantener a Julien en prisión, aún cuando el resto de sus compañerxs habían sido liberados bajo control judicial. Como señala en su texto «la prolongación de mi detención es una pequeña venganza».

Dos días después de publicarse esta entrevista Julien fue puesto en “libertad” bajo fianza (el jueves 28 de mayo) y enfrentará su proceso bajo control judicial. Julien es el último de lxs detenidxs por el caso de “Lxs 9 de Tarnac” y sale a la calle tras más de 6 meses de detención.

Julien Coupat: no es momento de perder el valor.

[Nota del diario Le Monde] Estas son las respuestas a las preguntas que hicimos por escrito a Julien Coupat. Acusado el 15 de noviembre de 2008 de «terrorismo» con otras 9 personas detenidas en Tarnac (provincia de Corrèze) y en París, se le acusa de haber saboteado las líneas eléctricas de la SNCF [empresa de ferrocarriles].

¿Cómo vive su detención?

Muy bien gracias. Barras, caminatas, lectura.

¿Puede recordarnos las circunstancias de su detención?

Una banda de jóvenes encapuchados y armados hasta los dientes se introdujo en nuestra casa por la fuerza. Nos amenazaron, nos esposaron y nos sacaron de ahí, no sin antes haber destrozado todo. Nos condujeron a bordo de potentes bólidos corriendo a más de 170 kilómetros por hora en promedio por las carreteras. En sus conversaciones, hablaban a menudo de un tal Sr. Marion [antiguo jefe de la policía anti-terrorista] cuyas hazañas viriles los divertían mucho, como la que consistía en abofetear en buena onda a uno de sus colegas en pleno brindis de despedida. Nos secuestraron durante 4 horas en una de sus «prisiones del pueblo», acribillándonos de preguntas en las que lo absurdo se disputaba con lo obsceno.

El que parecía ser el cerebro de la operación se disculpaba vagamente por todo ese circo, explicando que era culpa de los «servicios», allá en lo alto, en donde se agita toda suerte de gentes que tienen mucho en contra nuestra. Hasta el día de hoy, mis secuestradores siguen libres. Algunos sucesos recientes probarían incluso que siguen causando estragos con total impunidad.

Los sabotajes a las líneas eléctricas de la SNCF en Francia fueron reivindicados en Alemania ¿qué puede decir al respecto?

Al momento de nuestra detención, la policía francesa ya tenía en sus manos el comunicado que reivindica, además de los sabotajes que pretenden atribuirnos, otros ataques ocurridos simultáneamente en Alemania. Ese volante presenta numerosos inconvenientes: fue enviado desde Hanover, redactado en alemán y se hizo llegar exclusivamente a periódicos del otro lado del Rhin; pero sobre todo, ese comunicado no cuadra con la fábula mediática que nos atribuyen, la de un pequeño núcleo de fanáticos atacando al corazón del Estado al colgar tres pedazos de fierro en las líneas eléctricas. Tendrán, desde luego, mucho cuidado de no mencionar demasiado ese comunicado, ni en el proceso ni en la mentira pública.

Es cierto que con ello, el sabotaje a las líneas ferroviarias pierde mucho de su aura misteriosa: se trataba simplemente de protestar contra el transporte hacia Alemania por vía férrea, de desechos ultraradioactivos y denunciar de pasada, la gran estafa de «la crisis». El comunicado termina con un muy-SNCF «agradecemos a los viajeros de los trenes afectados, por su comprensión» ¡Qué tacto, hay que decirlo, el de esos terroristas!

¿Se reconoce en los calificativos de «movida anarco-autónoma» y «ultra-izquierda»?

Permítame ir más atrás. En la actualidad, vivimos en Francia el final de un periodo de congelamiento histórico cuyo acto fundador fue el acuerdo logrado entre los partidarios de De Gaulle y los estalinistas en 1945, para desarmar al pueblo con el pretexto de evitar «una guerra civil». Los términos de ese pacto podrían resumirse rápidamente como sigue: en tanto que la derecha renunciaba a sus acentos abiertamente fascistas, la izquierda abandonaba, en familia, cualquier perspectiva revolucionaria seria. Le ventaja que juega y disfruta la mafia sarkozista es de haber tomado la iniciativa, y en forma unilateral, haber roto ese pacto relanzado «sin complejos», los clásicos de la reacción pura -acerca de los locos, la religión, Occidente, Africa, el trabajo, la historia de Francia o la identidad nacional.

Frente a ese poder en guerra que se atreve a pensar estratégicamente y separar el mundo entre amigos, enemigos y cantidades despreciables, la izquierda permanece tetanizada. La izquierda es demasiado cobarde, está demasiado comprometida, y para acabar pronto, demasiado desacreditada para oponer la menor resistencia a un poder al que, de su lado, no se atreve tratar como enemigo y que le roba uno a uno sus más astutos miembros. En lo que toca a la extrema izquierda a-la-Besancenot, cualesquiera que sean su resultados electorales, e incluso saliendo del estado grupuscular en que vegeta desde siempre, no tiene perspectiva más atractiva que ofrecer que el gris soviético apenas retocado en Photoshop. Su destino es decepcionar.

En la esfera de la representación política, el poder en turno no tiene nada que temer, de nadie. Y por supuesto, no son las burocracias sindicales, más vendidas que nunca, las que van a importunarlo, burocracias que desde hace dos años bailan con el gobierno un ballet tan obsceno. En esas condiciones, la única fuerza que puede hacer frente al gang sarkozysta, su único enemigo real en este país, es la calle, la calle y sus viejas inclinaciones revolucionarias. Ella sola, de hecho, durante los motines que siguieron a la segunda vuelta del ritual plebiscitario de mayo 2007, supo colocarse un instante a la altura de las circunstancias. Ella sola, en Antillas o en las recientes ocupaciones de empresas o facultades, supo hacer escuchar una otra palabra.

Este análisis sumario del teatro de operaciones debió imponerse muy pronto puesto que los servicios secretos hicieron publicar desde junio 2007, mediante la pluma de periodistas a su servicio (y particularmente en Le Monde), los primeros artículos develando el terrible peligro que harían pesar sobre toda la vida social, los «anarco-autónomos». Se les atribuía, para empezar, la organización de los motines espontáneos, que, en tantas ciudades, saludaron el «triunfo electoral» del nuevo presidente.

Con esta fábula de los «anarco-autónomos», se dibuja el perfil de la amenaza en la que la ministra del interior se ocupó dócilmente, mediante arrestos selectivos y razzias mediáticas, a fin de darle un poco de carne y algunos rostros. Cuando no se puede contener más lo que desborda, aún se le puede asignar una celda y encarcelarlo. Ahora bien, la fábula de «alborotador» (casseur), en la que hoy día se confunde a los obreros de Clairoix, con los chavales de los multifamiliares, los estudiantes que realizan bloqueos y los manifestantes de las contra-cumbres, y que ciertamente es eficaz en la gestión cotidiana de la pacificación social, permite criminalizar los actos y no las existencias. Y por supuesto, se cuentan entre las intenciones del nuevo poder, atacar al enemigo como tal, en tanto enemigo, sin esperar que se exprese. Tal es la vocación de las nuevas categorías de la represión.

Importa poco, finalmente, que no se encuentre a nadie en Francia que se reconozca «anarco-autónomo», ni que la ultra-izquierda sea una corriente política que tuvo su momento de gloria en los años 1920 y que después sólo produjo inofensivos volúmenes de marxología. Por lo demás, el éxito reciente del término «ultra-izquierda», que permitió a algunos periodistas apresurados de catalogar sin esfuerzo a los amotinados griegos del último diciembre, debe mucho al hecho de que nadie sepa lo que fue la ultra-izquierda, ni siquiera que haya existido alguna vez.

En este punto, y en prevención de los desbordamientos que no pueden más que sistematizarse frente a las provocaciones de una oligarquía mundial y francesa acorraladas, la utilidad policíaca de esas categorías, pronto, no será más tema de debate. No sería posible predecir, sin embargo, cuál «anarco-autónomo» o ultra-izquierda gozará finalmente de los favores del Espectáculo, con el fin de relegar a lo inexplicable, una revuelta que todo justifica.

La policía le considera como el jefe de un grupo a punto de volcarse al terrorismo ¿Qué piensa usted?

Un alegato tan patético sólo puede resultar de un régimen a punto de volcarse hacia la nada.

¿Qué significa para usted la palabra terrorismo?

Nada permite explicar que el departamento de información y seguridad argelino, sospechoso de haber orquestado a sabiendas de la DST(1), la ola de atentados de 1995, no esté incluido entre las organizaciones terroristas internacionales. Nada permite explicar, tampoco, la súbita transformación de «terrorista» en héroe de la Liberación, en socio frecuentable para los acuerdos de Evian, en policía irakí o en «talibán moderado» de nuestros días, en función de los últimos revires de la doctrina estratégica estadounidense.

Nada si no la soberanía. Es soberano, en este mundo, aquel que designa al terrorista. Quien rechaza participar de esta soberanía se cuidará bien de responder a su pregunta. Quien codicie algunas migajas lo hará prontamente. Quien no se ahogue de mala fe encontrará instructivo el caso de dos ex-«terroristas» devenidos, uno primer ministro de Israel, el otro presidente de la Autoridad palestina, los dos habiendo recibido, para colmo, el Premio Nobel de la Paz.

La vaguedad que rodea la calificación de «terrorismo», la evidente imposibilidad de definirlo no se deben a alguna laguna provisional de la legislación francesa, sino a que están al inicio de esta cosa que, ella sí, podemos definir muy claramente: el anti-terrorismo, del que representan la condición de funcionamiento. El anti-terrorismo es una técnica de gobierno que hunde sus raíces en el viejo arte de la contra-insurgencia, de la guerra llamada «psicológica», para decirlo amablemente.

El anti-terrorismo, contrariamente a lo que quisiera insinuar el término, no es un medio de luchar contra el terrorismo; es el método por el cual se produce, positivamente, el enemigo político en tanto terrorista. Se trata, mediante todo un lujo de provocaciones, infiltraciones, vigilancia, intimidación y propaganda, mediante toda una ciencia de la manipulación mediática, de la «acción psicológica», de la fabricación de pruebas y de crímenes, mediante la fusión también de lo policiaco y lo judicial, de aniquilar la «amenaza subversiva», asociando, al interior de la población, el enemigo interno, el enemigo político, al afecto del terror.

Lo esencial en la guerra moderna es esta «batalla por los corazones y los espíritus» en la que todos los golpes están permitidos. El procedimiento elemental aquí es invariable: individualizar al enemigo con el fin de separarlo del pueblo y de la razón común, exponerlo bajo los hábitos del monstruo, difamarlo, humillarlo públicamente, incitar a los más viles para abrumarlo con sus escupitajos, incitarlos al odio. «La ley debe ser utilizada simplemente como cualquier otra arma en el arsenal del gobierno y en ese caso, no representa nada más que una cobertura de propaganda para desembarazarse de miembros indeseables del público. Para lograr la mayor eficacia, convendría que las actividades de los servicios judiciales estén ligadas al esfuerzo de guerra de la manera más discreta posible», aconsejaba ya en 1971, el brigadier Frank Kitson [ex general del ejército británico, teórico de la guerra contra-insurgente], que algo sabía de esos menesteres.

Una al año no hace daño; en nuestro caso, el anti-terrorismo ha hecho el ridículo. En Francia, no están listos para dejarse aterrorizar por nosotros. La prolongación de mi detención por un tiempo «razonable» es una pequeña venganza fácilmente entendible a partir de los medios movilizados y de lo profundo del fracaso; como también es comprensible el encarnizamiento un poco mezquino del «servicio secreto», a partir del 11 de noviembre [2008], para atribuirnos a través de la prensa, los delitos más fantasiosos, o para apañar al más lejano de nuestros camaradas. Cuánta de esta lógica de represalias caracteriza a la institución policíaca y al pequeño corazón de los jueces, he ahí lo que habrán tenido el mérito de revelar, en tiempos recientes, las detenciones sistemáticas de los «conocidos de Julian Coupat».

Es preciso decir que algunos juegan, en este asunto, una buena parte de su lamentable carrera, como Alain Bauer [criminólogo]; otros, el lanzamiento de sus nuevos servicios, como el pobre Squarcini [director central de información interna], otros más, la credibilidad que nunca han tenido y que nunca tendrán, como Michèle Alliot-Marie [ministra del interior].

Usted proviene de un medio bastante acomodado que podría haberlo orientado en otra dirección…

Respuesta: «Hay plebe en todas las clases» (Hegel)

¿Por qué Tarnac?

Vaya allá, así entenderá. Si no comprende, me temo que nadie podrá explicárselo.

¿Usted se define como un intelectual, un filósofo?

La filosofía nace como luto parlanchín de la sabiduría original. Platón entendía ya la palabra de Heráclito como fugada de un mundo extinto. A la hora de la intelectualidad difusa, no se ve qué podría definir “el intelectual”, sino es la amplitud del foso que separa, en él, la facultad de pensar de la aptitud de vivir. Tristes títulos, de verdad, que son ésos ¿Pero, para quién, precisamente, sería necesario definirse?

¿Usted es el autor del libro “La insurrección que viene”?

Este es el aspecto más asombroso de este proceso: un libro vaciado integralmente en la averiguación previa, interrogatorios donde intentan hacerte decir que vives como está escrito en La insurrección que viene, que manifiestas como lo preconiza La insurrección que viene, que saboteas líneas de tren para celebrar el golpe de Estado bolchevique de 1917, ya que eso se menciona en La insurrección que viene, un editor convocado por los servicios anti-terroristas.

De memoria francesa, no se había visto de mucho tiempo atrás que el poder tuviera miedo a causa de un libro. Se tenía más bien costumbre de considerar que, en tanto los izquierdistas estaban ocupados escribiendo, al menos no hacían la revolución. Los tiempos cambian, evidentemente. La seriedad histórica regresa.

Lo que funda la acusación de terrorismo, en lo que nos concierne, es la sospecha de la coincidencia entre pensamiento y vida; lo que sustenta la asociación de malhechores, es la sospecha de que esta coincidencia no será dejada al heroísmo individual, sino que será el objeto de una atención colectiva. En forma negativa, ello significa que no se sospecha de ninguno de los que suscriben con su nombre tantas feroces críticas del sistema en lugar de poner en práctica la menor de sus firmes resoluciones; la injuria es mayúscula. Por desgracia, no soy el autor de La insurrección que viene -y todo este asunto debería acabar de convencernos acerca del carácter esencialmente policiaco de la función autor.

En cambio, soy un lector. Releyéndolo, apenas la semana pasada, entendí mejor la saña histérica que ponen, desde las alturas, en perseguir a los presuntos autores. El escándalo de ese libro, es que todo lo que en él figura es rigurosamente, catastróficamente cierto, y no cesa de comprobarse cada día más. Ya que lo que se revela, bajo la apariencia de una «crisis económica», de un «hundimiento de la confianza», de un «rechazo masivo de las clases dirigentes», es ante todo el final de una civilización, la implosión de un paradigma: el del gobierno que lo regula todo en Occidente - la relación de los seres con ellos mismos no menos que el orden político, la religión o la organización de las empresas. Existe, en todos los niveles del presente, una gigantesca pérdida de control frente a la cual ningún exorcismo policiaco ofrecerá remedio.

No es ensartándonos con penas de prisión, vigilancia exagerada, controles judiciales y prohibiciones de comunicar, en razón de que seríamos los autores de esa lúcida constatación, que lograrán que se desvanezca lo que ha sido constatado. Lo propio de las verdades es escapar, apenas enunciadas, de quienes las formulan. Gobernantes, de nada les habrá servido llevarnos frente a la justicia, todo lo contrario.

Está leyendo «Vigilar y castigar» de Michel Foucault ¿Ese análisis le parece todavía pertinente?

La prisión es evidentemente el sucio secretito de la sociedad francesa, la clave y no el margen de las relaciones sociales más presentables. Lo que aquí se concentra en un todo compacto, no es un montón de bárbaros en estado salvaje como se complacen en hacernos creer, sino el conjunto de disciplinas que tejen, por fuera, la existencia llamada «normal». Vigilantes, cantinas, partidos de foot en el patio, horarios, divisiones, camaradería, peleas, fealdad de las arquitecturas: se necesita haber pasado una temporada en prisión para conocer la medida exacta de lo que la escuela, la inocente escuela de la República, contiene, por ejemplo, de carcelaria.

Divisada desde este ángulo inatacable, no es la prisión que sería un refugio para los fracasados de la sociedad, sino la sociedad presente que aparece como una prisión malograda. La misma organización de la separación, la misma administración de la miseria mediante la mota, la tele, el deporte y la porno, reina como en cualquier parte, cierto, de modo menos metódico. Para terminar, esos altos muros no disimulan a las miradas nada más que esta verdad de una banalidad explosiva: son vidas y almas en todo parecidas que se arrastran a uno y otro lado de las alambradas y a causa de ellas.

Si se persigue con tanta avidez los testimonios «de adentro», que expondrían al fin los secretos que la prisión encierra, es para mejor ocultar el secreto que ella es: aquel de vuestra servidumbre, a ustedes que son considerados libres mientras su amenaza pesa invisiblemente sobre cada uno de vuestros gestos.

Toda la virtuosa indignación que rodea la negrura de los calabozos franceses y sus suicidios a repetición, toda la grosera contra-propaganda de la administración penitenciaria que monta en escena para las cámaras de los matones dedicados al bienestar del detenido y de los directores de cárcel celosos del «sentido de la pena», en resumen, todo ese debate sobre el horror del encarcelamiento y la necesaria humanización de la detención es viejo como la prisión. Hace parte, incluso, de su eficacia, al permitir combinar el terror que ella debe inspirar con su hipócrita estatuto de castigo «civilizado». El pequeño sistema de espionaje, de humillación y de exacción que el Estado francés dispone, más fanáticamente que ningún otro en Europa, en torno del detenido, no es siquiera escandaloso. El Estado lo paga diariamente centuplicado en los suburbios, y ello no es, por supuesto, más que el inicio: la venganza es la higiene de la plebe.

Pero la impostura más destacable del sistema judicial-penitenciario consiste ciertamente en pretender que está ahí para castigar criminales cuando no hace otra cosa que administrar los ilegalismos. Cualquier empresario -y no sólo el de Total-, cualquier presidente de consejo general -y no sólo el de Hauts-de-Seine-, cualquier tira, sabe lo que se necesita de ilegalismos para ejercer correctamente su oficio. En nuestros días, es tal el caos de las leyes que no se procura demasiado hacerlas cumplir y los antidrogas (stups), también, se cuidan de sólo regular el tráfico, y no de reprimirlo, lo que sería social y políticamente suicida.

La división no está, como pretende la ficción judicial, entre lo legal y lo ilegal, entre inocentes y criminales, sino entre los criminales que se cree oportuno perseguir y aquellos que son dejados en paz como lo requiere la policía general de la sociedad. La raza de los inocentes está extinta desde hace mucho, y la pena no es a lo que te condena la justicia; la pena es la justicia misma. Por ello, no hay ningún motivo para que mis camaradas y yo «clamemos nuestra inocencia», del modo en que la prensa se lanzó ritualmente a decir, sino que se trata de desbandar la azarosa ofensiva política que constituye todo este infecto proceso. He ahí algunas de las conclusiones a las que el espíritu es conducido leyendo Vigilar y castigar en la Santé. No resulta inútil sugerir, dado lo que hacen los foucaultianos desde hace 20 años con los trabajos de Foucault, de enviarlos en pensión algún tiempo, por acá.

¿Cómo analiza lo que le sucede?

Desengáñese: lo que nos sucede, a mis camaradas y a mí, le sucede también a usted. Por lo demás, ésa es, aquí, la primera mistificación del poder: nueve personas son perseguidas en el marco de un proceso judicial por «asociación de malechores en relación con una iniciativa terrorista», y se supone que deberían sentirse particularmente concernidas por esta grave acusación. Pero no hay «caso Tarnac», no más que «caso Coupat» o «caso Hazan» [editor de la Insurrección que viene]. Lo que hay es una oligarquía vacilante en todas las relaciones y que deviene feroz como todo poder deviene feroz cuando se siente realmente amenazado. El Príncipe no tiene ya más sostén que el miedo que inspira, cuando su vista sólo excita en el pueblo, odio y desprecio.

Lo que hay delante nuestro es una bifurcación, a la vez histórica y metafísica: sea pasamos de un paradigma de gobierno a un paradigma del habitar, al precio de una revuelta cruel pero transformadora, sea dejamos que se instaure en escala planetaria este desastre climatizado donde coexisten, bajo la férula de una gestión «descomplejizada», una élite imperial de ciudadanos y masas plebeyas mantenidas al margen de todo. Existe entonces, sin lugar a dudas, una guerra, una guerra entre los beneficiarios de la catástrofe y aquellos que se hacen de la vida una idea menos esquelética. Nunca se ha visto que una clase dominante se suicide de buena gana.

La revuelta tiene condiciones, ella no tiene causa ¿Cuántos ministerios de identidad nacional, despidos a la moda Continental, razzias de sin-papeles o de oponentes políticos, chavales jodidos por la policía en los suburbios, o ministros que amenazan con privar de diplomas a quienes todavía se atreven a ocupar su fac, serán necesarios para decidir que tal régimen, incluso instalado mediante un plebiscito de apariencias democráticas, no tiene ninguna razón de existir y amerita tan sólo ser derribado? Es una cuestión de sensibilidad.

La servidumbre es lo intolerable que puede ser infinitamente tolerado. En tanto es una cuestión de sensibilidad y que esta sensibilidad es inmediatamente política (no al preguntarse “¿por quién voy a votar? sino ¿es compatible mi existencia con éso?), para el poder es una cuestión de anestesia, a la que responde con la administración de dosis cada vez más masivas de diversiones, de miedo y de estupidez. Y ahí donde la anestesia deja de funcionar, este orden que ha reunido en su contra todas las razones de rebelarse intenta disuadirnos mediante un pequeño terror afinado.

Nosotros, mis camaradas y yo, no somos más que una variable de ese ajuste. Sospechan de nosotros, como de tantos otros, como de tantos «jóvenes», como de tantas «bandas», de desolidarizarnos de un mundo que se hunde. Sólo sobre este punto no mienten. Afortunadamente, el hatajo de estafadores, de impostores, de industriales, de financieros y de chicas, toda esa corte de Mazarin bajo neurolépticos, de Luis Napoléon en versión Disney, de Fouché dominguero, que en este momento controla el país, carece del más elemental sentido dialéctico. Cada paso que dan hacia el control de todo los acerca de su perdición. Cada nueva «victoria» de la cual presumen, extiende un poco más ampliamente el deseo de verlos vencidos a todos. Cada maniobra por la que figuran reforzar su poder acaba por hacerlo odioso. En otros términos: la situación es excelente. No es el momento de perder el valor.
momento de perder el valor.

Nota:
(1) Direction de la surveillance du territoire - Dirección de vigilancia del territorio, era un servicio de vigilancia del Ministerio del interior, dentro de la policía nacional encargada históricamente del contra-espionaje en Francia. En los años 90 fue encargada también de la lucha anti-terrorista, contra la proliferación de armas y la protección del patrimonio económico y científico. Desapareció en 2008 al fusionarse con los servicios secretos para dar origen a la DCRI (Direction centrale du renseignement intérieur - Dirección central de información interior).


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